El viento empujaba los árboles y lloviznaba. Claudia y Juan
cruzaban de la mano el paso de cebra, de nuevo llegaban tarde al colegio. Su
padre se había vuelto a quedar dormido pero la chica que ayudaba en casa llegó
a tiempo para despertarles.
Juan acababa de cumplir trece años tenía una mente
geométrica, no era el más alto de su clase ni el más callado y tenía unas
pestañas muy largas. Claudia era dos años menor, rubia como su hermano y
especial; se metían con ella en el colegio porque a veces se chupaba el dedo.
Juan le repetía a su hermana que tenían que querer a su padre y - mucho más
ahora que está enfermo y aunque haga cosas extrañas-; por las mañanas
desayunaba un tazón de café con un chorro de whisky mientras ellos tomaban un
tazón de leche con cereales.
Su madre había desaparecido las vacaciones pasadas, su padre
dijo que se había ahogado en el mar, un día que había mucha resaca. Ellos no lo
vieron, estaban en un campamento mientras sus padres y otro matrimonio se habían
ido a la playa. Nunca más se volvió a nombrar a su madre.
Todos los días, desde la ausencia de su madre, en la casa se
oían gemidos de noche, los marcos de las fotos se caían al suelo y los muebles
se movían solos. Además con la llegada del frío el padre no quiso poner la
calefacción y sólo se podía encender la luz a partir de las nueve de la noche.
Era un hombre corpulento con el pelo hirsuto y canoso, vestía camisas viejas,
fruncía el ceño a menudo y fumaba tabaco en pipa durante todo el día. No dejaba
a sus hijos entrar en su dormitorio sin permiso ni abrir el arcón que había a
los pies de la cama, tampoco podían ver la televisión.
Claudia se sabía de memoria las normas inviolables, sin embargo una noche
llegó sonámbula hasta la habitación de su padre, estaba leyendo muy concentrado
en la cama y al ver a su hija entrar, en camisón y con los ojos en blanco, se
levantó de golpe: iba a abrir el arcón, le dio un grito – ¡Claudia no!, niña
entrometida- . La niña se despertó y vio como sus manos estaban forcejeando
para abrir el arcón. Miró a su alrededor, clavó sus ojos en los de su padre, se quedó petrificada y
se obligó a caminar. Salió del dormitorio encorvada y se chupó el dedo gordo, estaba salado. Un escalofrío se
instaló en su nuca.
Antes de comer o cenar su padre acostumbraba a beber. Iba
agazapado hasta el carrito de bebidas alcohólicas del salón, miraba a su
alrededor, por si alguien pasaba por ahí, abría su botella preferida, miraba de
reojo otra vez y daba un trago largo; saboreaba el whisky, miraba hacia la
ventana y empezaba a dar pequeños sorbos con el tapón y sonreía. Luego unas lágrimas resbalaban hasta sus labios y tomaba otro
chupito.
Durante un largo rato realizaba este ritual etílico y se iba
tambaleando hasta su sillón. Después se ponía a leer el periódico, le temblaban
las manos pero nadie le había descubierto.
Cuando llegaban los niños del colegio, se acercaba a ellos y les abrazaba balbuceando:-
nunca dejéis solo a vuestro padre, os quiere tanto y todo lo que hago en la
vida es por vosotros- y se echaba a llorar con la cara roji- morada. Claudia
huía rápidamente de sus brazos y su hermano iba detrás de ella.
- ¿Por qué se pone papá así? No me gusta nada-, se quejaba
Claudia.
-Son cosas de mayores, venga tontita no te asustes, papá está
enfermo-, contestaba Juan y le ponía la televisión muy bajita mientras su padre
leía el periódico.
Una noche, antes de cenar, los niños estaban en el cuarto de
estar hablando de sus cosas. Claudia le decía a su hermano:- ¿tú no oyes a alguien llorar
por las noches?
- No, nada, duermo como un lirón-, contestaba Juan.
- ¿Y qué es un lirón?-, preguntaba Claudia.
-Un animal que duerme mucho, lo que deberías hacer tú-,
replicaba Juan.
- Juan, desde que mamá no está con nosotros, en casa pasan
cosas raras y huele como a toalla
mojada-, insistía la niña.
- Pues sí, todo es distinto, papá está cambiado. No sé,
parece que la casa está triste también pero no te preocupes, no tengas miedo-,
le decía Juan mientras jugaba con la Xbox.
- Podíamos decirle a papá que nos dejara ir a dormir a casa
de los abuelos, allí seguro que hace menos frío y nos dejan ver la tele -,
añadía Claudia.
-A lo mejor se lo pregunto a papá pero quizás él también
tenga miedo de estar solo por las noches en casa.
-Sí, pobre papá, él duerme solo. No como nosotros, ¿verdad
Juan?
- Verdad tontita, yo también echo de menos a mamá. Aún no
entiendo qué le pasó en la playa, imagino que son cosas de mayores.
- Yo sé que mamá de pequeña ganó medallas de natación, me lo
dijo en un sueño.
- ¿En un sueño? Eso es imposible, los muertos no pueden
hablarnos.
- Pues yo hablo mucho con mamá, está preocupada por nosotros.
Dice que lo mejor es que nos vayamos a vivir con los abuelos.
- Me das miedo, no repitas más eso que acabas de decir.
- Pero es verdad, mamá viene por las noches a mi cuarto y me
peina. Me dice que papá se ha vuelto muy malo y que tengamos cuidado con él.
- Papá está enfermo, tiene un problema Claudia, ¡no lo
entiendes!
- Sí, lo sé pero mamá dice…
- Oye, ¿no tienes hambre?, anda vamos a ver si ya está la
cena.
En ese momento la chica que les cuidaba llamó a
todos a cenar.
Los tres se sentaron rápidamente y sin mirarse demasiado
empezaron a cenar. Ninguno se puso la servilleta en el regazo. La chica se
despidió –hasta mañana, buenas noches- el padre asintió con la cabeza y siguió
comiendo; los niños se despidieron de ella – ¡hasta mañana!
Cuando estaban en los postres el padre le pidió a su hijo que
fuera a por su pipa, frunció el ceño, y apartó su plato. Quería fumar
inmediatamente. En eso sonó el teléfono de la cocina. Se levantó llevando
consigo una copa de vino. La puerta de la cocina se cerró sola. Claudia se quedó
en la mesa terminando de cenar mientras Juan iba a buscar la pipa. Un
escalofrío se instaló en la nuca de la niña de nuevo.
Juan entró el dormitorio de su padre, hacía frío y las
ventanas estaban empañadas.
Encendió la lámpara de la mesita de noche. Miró en el bolsillo de la
chaqueta que estaba sobre la cama. Buscó en la cómoda, no la encontraba. Hacía más frío, era húmedo y su padre
gritaba su nombre.
De repente, la lámpara se cayó al suelo. Dio un brinco hacia
atrás chocando con el arcón, éste se movía y se abrió de pronto. Le temblaban
las piernas y sudaba tanto que las pestañas no le dejaban ver con claridad lo
que había dentro. Olía a algas podridas y oía un gemido como un pitido de
barco.
Se arrodilló para meter la cabeza en el arcón hediondo de su padre.
Metió ambas manos hasta el fondo y tocó una toalla mojada, tiró de ella para
mirarla a la luz. Pero un brazo huesudo se lo impidió y le susurró –Vete de
esta casa, llévate a tu hermana, has descubierto el secreto de tu padre. Se
volvió loco de celos y ... es peligroso-.
Juan se tapó la boca para no gritar. Tenía el rostro color
ceniza, se secó las manos en el pijama y salió de la habitación volando, sin la
pipa. Oía como un eco a su padre que continuaba llamándole:
– ¡Juaaan! ¿Has encontrado mi pipa?- y siguió hablando por
teléfono.
No contestó, iba andando en zigzag por el pasillo. Se le
escapó un poco de pis y respiraba con ansiedad.
Cuando llegó al comedor vio a su hermana que seguía terminándose
unas natillas con canela. Se acerco a ella, le quitó con fuerza la cuchara de las
manos y Claudia gritó:
- ¡Pero qué haces, qué pasa!
Juan le puso un dedo en la boca en señal de silencio, olía
mal, cada vez peor. Claudia vio su propio reflejo borroso en la cuenca de los ojos de su
hermano. Los dos temblaban compulsivamente. Otra vez un viento helador rozó su
nuca.
Cogieron los abrigos, dinero y las llaves de la
casa. Los hermanos se dieron las manos y ella le agarró fuertemente. Abrieron
la puerta mientras oían a su padre llamar a gritos a su hijo, sin parar. La puerta
principal se cerró sola de un portazo y Juan dijo:- Nos vamos a casa de los
abuelos, ya no volverás a pasar más miedo, tontita.