Está apoyada en estado quiescente sobre una pared rugosa de cal, tiene un brazo dibujando un triángulo escaleno, y sujeta firmemente un peine de negra melancolía. La foto recoge el instante decisivo en el que Hannah se está cepillando: arrastrando recuerdos y borrando con apremio cualquier raya en su pelo.
Acaricia esa imagen oxidada que le tomó su padre diez veranos atrás, se reconoce en ella como cuando uno se mira al espejo, intuyendo lo que bullía entonces en su cabeza deshilachada.
Una melena titilante de destellos de fuego resplandece sobre su piel clara. Una boca rotunda y unas orejas picudas enmarcan su fisonomía.
Desde que su madre murió no consentía que nadie la peinase. Su vida se partió por dentro en dos mitades cascadas. Como un caracol iba siempre con un bolso el doble de grande que ella y en su interior: el peine de púas redentor. Hannah se consolaba hundiéndolo en su revuelta cabellera. Encontraba cobijo en ese gesto que repetiría durante años incansablemente, vendando un pasado gelatinoso.
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