Cuando los héroes son los padres y el olor de un ser querido te da una seguridad brutal: eso es la infancia.
Ante la avalancha de recuerdos del pasado, uno se emociona, añora; otras veces duele mirar atrás, también uno se enfada consigo mismo por no recordarlo con más detalle.
A veces es muy sencillo zambullirse en la queja de no haber sido querido o protegido más en determinados momentos pero después de calmar al niño herido que se esconde entre las paredes de venas, corazón y mente, se acepta que simplemente "somos mayores". Y es que el tiempo pasa por uno y la memoria puede llegar a ser cruel.
Ir a rebuscar en el árbol de la infancia significa que uno no es el mismo de ayer. Las etapas de la vida vienen y se van, nos traspasan las imágenes de la niñez emborronadas con lo mejor y tratamos de olvidar lo peor para avanzar y seguir caminando.
Si se busca el tiempo vivido creyendo haberlo tenido todo y hoy se siente un vacío, algo falla, la sensación de pérdida es como una raja mal cerrada entre dos dedos; por lo tanto habrá que purgar el dolor y dejarlo en la zona de deshechos de emociones desusadas, quedarse con lo luminoso y seguir buscando eso mismo en el ahora.
Aunque está mal visto reivindicar la ternura, el amor, la fe y el sacrificio por el otro, ser lo mejor de uno mismo, en el fondo esto es lo que busca el ser humano; más allá de tener un cuerpo diez, la casa ideal, ser el mejor en lo profesional, saborear las tentaciones de la carne, la farra, gastar billetes de cien o vivir en el filo de la navaja. Cuando uno busca lo eterno en lo pasajero suele desmoronarse y se regresa a lo que se vivió de pequeño.
Ensoñaciones de los albores de mi vida se arrancan de mi sistema límbico en mitad del día, mientras hago la compra o cruzo la calle y cada vez me sucede más a menudo. Ya no tengo veinte ni treinta años, el tiempo no se detiene...
Me acuerdo de aquellas escenas cuando:
Cuando mis pies eran tan pequeños que se colocaban a la perfección sobre los de mi padre, me sostenía con cariño y bailaba conmigo en el salón de casa.
Cuando me hacían fotos, me contaban cuentos y cocinaban para mí.
Cuando al acostarme me daban un beso y me bendecían.
Cuando muchas noches después de salir de mi habitación mi madre, se quedaba en el aire ondulante la fragancia de su perfume.
Cuando nacieron mis hermanos pequeños y sentí que mi deber era protegerlos, como una loba a sus cachorros; cuando supe que nos entendíamos solo con mirarnos.
Compartiendo mi familia -especial y con más miembros, al estar separados mis padres- su tiempo conmigo, el que pudieron darme, estando conmigo,a mi lado o en silencio; ese alimento invisible me ayudó a crecer y a valorar la capacidad de dar de las personas.
Estas evocaciones y otras que me han contado, no se pierden, están en el álbum de mi corazón y para mí hoy, siendo una mujer aguerrida, un abrazo sigue siendo el poder más fuerte del mundo.
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