Valle del Loira de 1969, una jovencita veraneaba con sus
padres en una casona de piedra blanca, llena de exuberantes enredaderas y
grietas, con una piscina de agua helada y rodeada por unos frondosos viñedos de
Sauvignon Blanc.
Cynthia era una afortunada lolita, destacaba por unas
piernas exageradamente largas y unos cabellos rubios y enmarañados que
ocultaban sus ojos de profunda mirada violácea. Además era excesiva: excesiva
en pasión, en silencios, en mal humor y siempre acababa envuelta en remolinos
de pensamientos egocéntricos.
Al cumplir los despreocupados diecisiete años se prometió a
sí misma que no esperaría más para conocer lo que reflejaba la novela Bonjour
Tristesse de su admirada Françoise Sagan. Había ido devorando sus
páginas durante ese pegajoso verano desde que llegaron de la capital, París, un
lugar que no le dejaba respirar ni explorar su plenitud sexual por el qué
dirán.
La tarde del 21 de julio Cynthia, libre de la soga paternal,
-sus padres se habían ido a una boda-, pasaba las horas tomando el sol en la
piscina y deambulando por todos los rincones del jardín; sin saber que esa
misma noche, Neil Armstrong alcanzaría la luna por primera vez en la historia,
mientras ella realizaría otra hazaña...
Puso el tocadiscos a un volumen chirriante y estuvo
probándose vestidos de su madre y bailando como una odalisca al ritmo de la
canción Time of the Season de The Zombies alrededor de la piscina y por el
porche cubierto de telarañas, de ramas enroscadas de parra y ropa tirada. No
sólo danzaba entre racimos de uvas abandonados sino que se dejaba llevar por
sus pulsiones más salvajes e iba despertando de su anestesiada vida.
Por un instante paró de dar vueltas y empezó a notar
que alguien la observaba. Anochecía, el cielo se teñía de añil y ya no hacía un
calor sofocante. Pablo se presentó al final de la tarde, ella bebía de la jarra
de limonada con algunas hojas de menta y bastante vino blanco, se giró y le
ofreció un vaso, él se ruborizó, se miraron con voracidad intentando leer sus
mentes.
Pablo: 19 años aunque aparentaba menos, el hijo de los
vecinos, ojos almendrados con los que sonreía y desvelaba su timidez; le
agradeció la limonada, a la vez que se excusaba por haberla espiado, no pudo
evitar acercarse a su casa al escuchar la música tan alta. Recién llegado también de la ciudad, había ido para la
recogida de la uva, con lo que se
sacaba un dinero extra y así iba ahorrando para viajar a Indochina, su sueño
ser fotógrafo.
Cynthia descalza, llevaba un vestido semitransparente de
lino blanco y uno de los tirantes del vestido se posaba ingrávido por debajo de
uno de sus hombros. Pablo le preguntó -¿cuál es la ilusión de tu vida, si
tuvieras una lámpara de deseos, qué pedirías?- y ella empezó a relatar sus
anhelos más secretos sin darse cuenta de que él no la escuchaba, se deleitaba
fotografiando cada parte de su cuerpo sin importarle el monólogo, ella
destilaba lujuria adormilada y quedó atrapado en su dulce red virginal.
Quería bebérsela entera como esa jarra de limonada cada vez
más vacía y reluciente. El destino quiso arropar aquel encuentro carnal e
inesperado. La música había dejado de sonar. Él bebió del vaso de ella, se
contoneaban, se reían y ruborizaban sabiendo lo que iba a suceder en un
instante, ella bebió del vaso que ahora poseía él.
Al ver por el
suelo los racimos de uvas, Pablo los cogió y los posó sobre los labios de
Cynthia, ella puso la boca de piñón y él la beso con dulzura y fiereza. Cynthia
olía a membrillo, miel y lavanda, Pablo emanaba una fragancia que le provocaba gozar frente a unos espesos viñedos, la
noche había caído del todo.
Aprisionados en la penumbra, él empezó a buscar a tientas
sus sensuales senos rosáceos, los absorbió con delicadeza, mordisqueaba
aturullado todos los jugosos frutos del cuerpo de ella. Embriagado y atrapado
en el cuerpo de ella, lamía su piel primero de pie y después cayeron el uno sobre el otro, en el borde de la
piscina sobre sus prendas desordenadas.
Cynthia se enroscó como una rama de vid sobre el cuerpo de
Pablo, sabía que no era amor pero quiso jugar con el placer. El cuarto
creciente iluminaba la
escena cual faro en la lejanía: sumergidos en un
oleaje de éxtasis estrenado, jadeaban, exhalaban y en un traqueteo sin
fin se fueron desenredando.
Exhaustos tras el encuentro
tempestuoso, en el aire aún retumbaba el balanceo de caderas empapadas
mientras a esa misma hora Neil Armstrong alunizaba y clavaba la bandera
estadounidense en la región del Mar de la Tranquilidad de la luna.
No podía dormir, aturdida y con
una sensación de un vacío desconocido, le recitó al oído: Tu es la
vague, moi l´île (Tú eres la ola,
yo la isla desnuda) -aquel verso de su canción preferida "Je t'aime...
moi non plus"-. Pablo la abrazó con ímpetu. Las pulsiones más primitivas, a esa edad, suelen ser abrasadoras y confundir
como la marea del océano.
- FIN -
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