Esta
la historia de un teléfono móvil adicto a su amo. Cada mañana sonaba una alarma
programada para despertar a su dueño, quien se levantaba torpemente de la cama,
dando tumbos por la habitación hasta asirlo con ímpetu y un poco de rabia
soñolienta. Desde ese momento era manoseado sin cesar durante todo el día hasta
que ese ser con dos manos inquietas iba a acostarse por la noche.
El
propietario era un hombre corpulento, alto y de rasgos mediterráneos mientras
que el teléfono: un objeto pequeño, de color negro intenso y con una suave
pantalla del tamaño de media cuartilla que se iluminaba para captar mejor la
atención del usuario; sabía que su mayor virtud era hacer compañía a quien lo
comprara.
Como
si fuera un cacique dirigía los ritmos vitales de este adicto individuo y lo
hipnotizaba consiguiendo evadirle e impedir que mantuviera ninguna conversación
con los suyos. Sin embargo, ambos eran fugitivos de la abismal soledad, no
huían de los demás sino de sí mismos.
La
sensación de ser imprescindible, controlar actividades y horarios humanos
saciaba sus deseos de maquina útil para la sociedad. Su poder era descomunal
como el primer amor que ciega y envuelve en un mundo perfecto e inmutable
provocando que el enamorado se olvide de lo que le rodea.
El
hombre se apoderaba a todas horas del teléfono para entretenerse o buscar
información; parecía que tenía pegamento en sus dedos, necesitaba tanto a su
móvil, le llenaba tanto su espacio y tiempo vital.
Muchas
veces el aparato se cansaba, estaba fatigado y solo quería ser desconectado y
que lo cargara de nuevo ese ser persuadido por los programas que tenía
insertados. Se deleitaba tocando su pantalla táctil y se evadía de sus
angustias cotidianas. Aunque si se descargaba el objeto electrónico, era
sacudido con violencia y se oían improperios sin fin, “¡Joder, me cago en la
puta o mierda!”...
Insaciable
el ser humano y cual yugo tecnológico que le obligara a llevarlo consigo mismo
las veinticuatro horas todos los días del año, dudaba si cambiar de artilugio o
seguir siéndole fiel, a pesar de que había nuevos modelos mejorados en las
tiendas.
Una
mañana decidió con firmeza deshacerse de él y sustituirlo:
-
Ahora quien manda a quien?- , dijo en voz alta el dueño.
Finalmente,
el déspota fue destronado por un nuevo artilugio tecnológico, al que no solo se
podía tocar sino también hablar y mandar. De tamaño folio de DIN-A 4, con un
marco de color grisáceo y una pantalla finita, al que denominaban tableta.
- ¡Esto es el futuro, es una maravilla. Veo mejor y mas grande todo! -, gritaba el
dueño fuera de sí.
Al final la vida podríamos condensarla en una frase:
“Dominar
o ser dominado, ese es el dilema“.
No hay comentarios:
Publicar un comentario